Diario Rosario12, Martes 10 de Abril de 2012

La guerra del que vivió para contarla

"Montoneros o la ballena blanca", del historiador Federico Lorenz. Luego de una profunda investigación, el autor le dio forma a su primera novela, en donde se apropia del género de aventuras para plantear una cuestión historiográfica. La obra se presenta esta tarde, a las 19, en el Museo de la Memoria.

Federico Lorenz es coordinador del Area Educación y Memoria de Educación de la Nación.

Por B.V.

Las mejores obras de arte son tal vez aquellas que triunfan sobre sus propias buenas intenciones. A esa estirpe paradojal pertenece Montoneros o la ballena blanca (2012, Tusquets, 318 páginas), la primera novela del historiador Federico Lorenz, que se presenta esta tarde, a las 19, en el Museo de la Memoria de Rosario (Córdoba 2019). Desde el título, Montoneros o la ballena blanca se apropia, tras una profunda investigación histórica, del género de la novela de aventuras para alegorizar una tesis historiográfica y termina, por así decirlo, cooptada por el espíritu venturoso de aquello que iba a ser el segundo término de la metáfora pero devino literal y tomó el timón. Y los lectores, agradecidos.

La presentación, con entrada libre y gratuita, es en conmemoración de los 30 años de la Guerra de Malvinas. Coordinador del Area Educación y Memoria del Ministerio de Educación de la Nación, Federico Lorenz (Buenos Aires, 1970) es profesor y licenciado en Historia, doctor en Ciencias Sociales, investigador del Conicet y autor de cuatro libros sobre el conflicto armado que tuvo lugar en 1982 en las Islas Malvinas. A razón de uno por año, entre 2006 y 2009, publicó: Las guerras por Malvinas (2006, reedición ampliada 2012); Cruces. Idas y vueltas de Malvinas (2007, en colaboración con María Laura Guembe, año en el que publicó dos libros de historia sobre los '70 y la dictadura); Fantasmas de Malvinas. Un libro de viajes (2008) y Malvinas. Una guerra argentina (2009). En este último, Lorenz cita a Malvinas. La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, de Horacio Verbitsky, para decir que "la Armada... se valió, para su campaña de acción psicológica, tanto de materiales montoneros como del trabajo esclavo de algunos de sus militantes secuestrados en la ESMA".

La imagen de por sí pesadillesca de unos montoneros desaparecidos, quebrados y reciclados en ghostwriters de la Armada retorna desplazada y condensada en Montoneros o la ballena blanca. La novela no se trata de eso sino de otro cruce, imaginado a partir del robo detallado más arriba. En la ficción, tanto a unos montoneros como a los militares represores se les ocurre lo mismo: ir a Malvinas antes de que se cumplan 150 años de la usurpación inglesa y reafirmar la soberanía como un gesto desesperado de propaganda, el de aferrarse a un símbolo.

Antes de llegar hasta allá, recorren los años de plomo a partir de 1975. La caída es a través de la derrota y el desbande montoneros, y de la geografía: cada vez más hacia el sur. El autor reconstruye las tácticas de ambas organizaciones (milicianos y militares), evoca sociabilidades, cita documentos, escribe pastiches de documentos que son funcionales a la ficción y les ahorra, tanto a los lectores como a las fuentes, la obscenidad de los detalles del horror de la tortura para concentrarse en cambio en la pregunta por el sentido de los acontecimientos. Montoneros, Malvinas y Moby Dick: ¿no será mucho?

"¿Qué hicimos junto a miles? --le pregunta su líder al protagonista--. Eludir esa respuesta es un engaño. Podemos olvidarnos de los que cayeron, ignorar a los que nos buscan, pero ni siquiera eso es lo más importante. La gran pregunta es: ¿qué es, Ismael, lo que no podemos dejar de ser?".

El relato es circular: el libro comienza y concluye en el mismo combate singular, en suelo isleño, en el día de la rendición, el 14 de junio de 1982. Uno de los duelistas es el último sobreviviente de una empresa insensata. No habla, pero tampoco para de escribir. Lorenz, calcando un gesto de la literatura universal, lo llama Ismael.

"Call me Ishmael": así comienza la novela Moby Dick o la ballena (1851) de Herman Melville. El narrador se había embarcado nada más que para sacudirse la melancolía (¡sabia intuición del papel curativo de la adrenalina!) y termina diciendo, como cada uno de los mensajeros que le traen malas noticias a Job: "Y sólo yo escapé para contártelo". Aferrado a un ataúd que lo salva de morir ahogado, será el único marinero vivo de la tripulación luego del naufragio del buque ballenero Pequod, que sucumbirá a la obsesión del capitán Ahab: perseguir al cachalote blanco Moby Dick. ¿Y todo eso para qué?

"Dos antagonistas que persisten hasta el desenlace como fuerzas absolutas e irreconciliables": así describe Jaime Rest a Ahab y la ballena. La imagen evoca a Los duelistas de Conrad (otra referencia explícita en la novela de Lorenz) y a una sonada gresca entre ex combatientes civiles y veteranos militares en La Plata hace unos años.

Lo que Lorenz intenta poner en relato aquí es un esfuerzo por demostrar la falsedad de esa otra ficción, esa sí peligrosa: la de una Patria bajo cuyo manto no existan distinciones entre víctimas y verdugos. Pero además su proyecto literario excede a la tesis histórica, y lo que Lorenz logra es un relato de aventuras.

Ese último sobreviviente que cuenta la historia se parece a todos los sobrevivientes reales que Lorenz escuchó, pero también es "el" narrador novelesco por excelencia: es Ismael, es ese en cuya voz hay que creer porque es el último, porque es la única fuente, porque ha llegado hasta el final y ha vuelto. Lo que empieza siendo alegoría unívoca estalla al fin en polisémico símbolo, ya que es la voz del sobreviviente la que toma el control de la obra cuando no la aplasta la densidad de información que maneja Lorenz y puede regodearse en el placer de su aventura de ir hasta el confín. El tono animoso y afectuoso del relato contagia de entusiasmo porque, a medida que narra, Ismael revive aquel impulso que lo llevó hasta el límite. Y ese impulso, en sí, es indecible: acaso lo que Lacan denomina la pulsión (¿donde la ballena blanca sería el objeto causa del deseo?), o lo que Spinoza llamaba la pasión alegre de la guerra, o la voluntad de poder en Nietzsche (y no por nada aparecen unos nazis perdidos por ahí).

Lecturas de juventud alientan en el joven Ismael, de veintipico casi 30, la edad de los que en 2010 recuperaron en Argentina la pasión por la política. Y lo ominoso de la coincidencia se proyecta hacia más allá del libro, hacia el presente y los mitos que los actores de un período histórico crean (y creen) para inspirarse en los hechos del período anterior y guiarse por ellos. Aunque los lleven al desastre.

Es la épica misma la que habla en Ismael, como habló en Homero o en Julio Verne. Y Lorenz cuenta como quien revive, como quien conjura lo vivido por otros. No importa si es improbable que en esos insomnes tiempos se tomaran "arlistanes": la construcción de la voz de Ismael es una proeza del verosímil, donde el autor recupera como parodista y arqueólogo cada detalle del argot coloquial de la segunda mitad de los 70. Ha escuchado contar, lo cual (después de haber vivido y aparte de leer) es lo mejor que uno puede hacer antes de sentarse de escribir.

Y como a Melville, a Lorenz se le da vuelta el bote de la moraleja y termina uncido a la ballena fatal, arpón mediante. Y la respuesta no está en la mítica ballena (que no sólo goza de excelente salud sino que sigue tan muda y ominosa y misteriosa y cargada de múltiples y contradictorios sentidos como siempre) sino en esa intuición del Ishmael de Melville: "Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes... entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda". O traducido al siglo XXI, diríase: por un puñado de adrenalina. Y bien, habrá que salir al mar. De nuevo.

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