Diario La Capital - Señales, Domingo 01 de Abril de 2012

La historia da revancha

Federico Lorenz es historiador y docente. Desde hace años trata de pensar la guerra de Malvinas desde una perspectiva que poco se ciñe a los lugares comunes. Su crónica de viaje Fantasmas de Malvinas, aparecida en 2008, puede ser considerado uno de los libros más interesantes y originales de la literatura reciente en torno al tema.

Enfoque. "No hay comprensión de una época sin apertura a los matices", dice Lorenz.

Por Rubén Chababo

Lorenz escapa en sus reflexiones a los clichés y se atreve, como pocos escritores argentinos lo han hecho hasta el momento, a pensar la brutalidad y el absurdo de la guerra en un cruce polémico con otros relatos y episodios de la historia argentina, buscando penetrar con una poderosa mirada crítica uno de los capítulos más oscuros de nuestro pasado reciente. Montoneros o la ballena blanca, novela que acaba de aparecer y que presentará en Rosario es un nuevo pliegue en sus reflexiones sobre el tema, esta vez desde el campo ficcional.

—Habiendo escrito y publicado ya tanto sobre Malvinas en clave de ensayo, ¿qué fue lo que te impulsó a abordar el tema desde la ficción? ¿Había algo de ese pasado que desbordaba la posibilidad de ser dicho desde la rigurosidad del registro historiográfico?

—Si bien la novela se publica después de mis libros "históricos", la escribí antes, en el verano de 2004. Eran temas que venía trabajando en distintos registros, y ganó la literatura. Siempre trato de moverme en los límites porosos entre historia y ficción. Pero mi formación, o mi "lugar público" como historiador me complican para eso, por ejemplo desde las autoexigencias de pensar desde la disciplina. El tema de la narrativa y su relación con la Historia me interesa mucho. Soy profesor de secundaria y mis momentos más gratificantes han sido cuando logré involucrar a mis alumnos con el contenido dramático de las acciones humanas, en general anclado en relatos. La novela para mí es un paso más en la idea de que la memoria, la historia y la transmisión son holísticas.

—Tu novela cruza tradiciones, e imaginarios, desde Melville y los discursos redentoristas argentinos y nazis pasando por cierta visión alucinada de Montoneros y su intento de revertir la derrota de los setenta. Como si fuera un territorio donde conjugás historias y legados que están distantes en las lógicas y las cronologías históricas pero que permiten entender la dimensión descabellada de la guerra.

—Afortunadamente hay algo inaprensible en las acciones humanas, que escapa a las posibilidades de racionalización. Digo "afortunadamente" desde una idea que algunos pueden considerar ingenua: pienso a los seres humanos esencialmente "buenos". Esa zona que escapa a las racionalizaciones es donde podemos producir hechos que nos rescaten como personas. Muchas de las cosas que estudio son descabelladas, como decís, pero a la vez son comprensibles en su contexto histórico. El hombre siempre podrá sorprendernos, y en todo caso el desafío es el de que nos sorprenda positivamente. Esta idea encarna en el grupo montonero que protagoniza la novela y en algunos de los personajes que va encontrando en el camino. Trato de pensar las matrices conceptuales (la ideología, por ejemplo) que pueden limitar y torcer la posibilidad de alcanzar aun los objetivos más nobles. Pero también jugar con la idea de que la historia da revanchas, que alguien que ha sido derrotado puede redimir algo que considera que hizo mal en el pasado.

—La novela aparece a treinta años de la guerra. ¿Hay cosas que hoy son posibles de enunciar y que cinco o diez años atrás no o eran, como si cierto tabú hubiera ensombrecido la posibilidad de la imaginación?

—Totalmente. Muchos siguen pensando que si trabajás sobre Malvinas sos fascista, o que los militantes revolucionarios no tenían dobleces, eran modelos impolutos, primero de inocencia, y luego de compromiso. El modo cuasi religioso en el que socialmente nos aproximamos al pasado construyó esas miradas: tanto purificaba los setenta como clausuraba Malvinas. Eso me enferma porque desde que comencé a investigar tuve la certeza de que la guerra y sus repliegues son la gran puerta para pensar los años fundacionales de la democracia. No hay comprensión histórica de una época sin una apertura a los matices: percibirlos permite captarla con mayor riqueza, entender los dilemas que los seres humanos tuvieron que resolver. ¿Sigo, aunque me cueste la vida? ¿Qué estoy dispuesto a no negociar para seguir siendo humano?

—El frente de batalla parece haber licuado identidades, como si no hubiera diferencias entre quienes fueron llevados a empuñar las armas y aquellos que hicieron un alto en sus tareas en la ESMA. Tu novela habla de eso. ¿Por qué cuesta tanto que la sociedad entienda ese doblez perverso que tuvo Malvinas?

—Porque el problema no es tanto que se haya tratado de una derrota, de una herida al orgullo nacional de una cultura arrogante que tenemos, sino, sobre todo, que Malvinas mostró hasta dónde habíamos sido capaces de descender: el terrorismo de Estado y la guerra de Malvinas. El país que se imaginó avanzada europea en el Cono Sur construyó campos de exterminio para su propia gente y malversó el compromiso de millares de conscriptos. No es cómodo asumir que la base material y cultural de este país democrático se forjó a costa de una matanza colectiva y una guerra perdidas.

—En tu desembarco imaginario en Malvinas montoneros y nazis se unen para el triunfo de su objetivo, aunque con distintas motivaciones. Esa unión de voluntades tan distintas es una de las zonas más inquietantes de tu novela y la que habrá de despertar más de una voz de desacuerdo.

—Esa confluencia se debe al mundo cultural que la guerra crea, y sin el cual no podemos comprender el pasado reciente argentino. En La ballena blanca confluyen actores muy diferentes porque coinciden en hacer la guerra para lograr sus objetivos. No lo digo desde un pacifismo radical, en el que no creo, sino con la idea de que la reflexión histórica sirve para mejorar nuestras herramientas políticas. La novela no es un manifiesto. A lo sumo, solo lo es al reivindicar la humanidad en los actores del pasado, al emocionarse y reírse con ellos, que es lo que traté, y no de ellos. La ballena me permitió devolverle un tono épico a los acontecimientos, pero no desde la grandilocuencia histórica, sino desde una serie de desmesuras verosímiles. La novela, y esto es lo que más placer me dio al escribirla, es un catálogo de guiños y complicidades con los libros, con los vivos y los muertos. En esa dimensión de fronteras temporales y materiales difusas, cuando logramos intuirla, es donde está lo perturbador de cualquier época. Porque nos recuerda fugazmente quiénes somos.

Con el fusil en la mano y Evita en el corazón (Por Federico Lorenz)

—Che, vos, ¡¿qué quiere decir pou?

—¿Qué?

—Ahí: pou. En las paredes del galpón. P-O-W.

—¡Yo qué carajo sé! ¡Dejate de romper las bolas!

—Yo sí sé. Es para que no nos bombardeen. Significa prisoners of uor. Prisioneros de guerra. ¿No ves que además dice “PG”?

—¿Y cómo nos van a bombardear, si nos agarraron los ingleses y los aviones son nuestros?

Los soldados del Regimiento 12 se quedaron en silencio, amontonados en un rincón del campo de prisioneros de Goose Green, donde el sol se concentraba un poco más que en el resto de la ex guarnición argentina, ahora recuperada población inglesa. Hacía unos días que se hallaban confinados detrás de las alambradas o en los galpones, desarmados y sin hacer ninguna actividad. Desde que algunos de ellos habían muerto levantando minas por orden de los ingleses, ya no los hacían trabajar, así que se pasaban el día con las manos en los bolsillos, mientras la guerra se había desplazado al este, hacia Puerto Argentino. Los guardias ingleses se reían y se encargaban de hacerles entender que en pocos días más se terminaba todo. Algunos de los prisioneros, sin embargo, la seguían.

—Allá los vamos a hacer mierda, vas a ver. A nosotros nos madrugaron mal comidos.

Los ingleses trataban con dureza a sus prisioneros, resentidos porque en el combate tras el cual se rindió el Regimiento 12 había muerto su jefe, el coronel Jones. Acusaban a los argies de haberlo matado mientras había bandera blanca.

En esos primeros días de junio el frío ya apretaba mucho. Goose Green era una población pequeña de casas de madera y zinc desparramadas sobre un itsmo. Los kelpers, sus pobladores, habían padecido la presencia de cientos de soldados argentinos que, tras el desembarco del 2 de abril, los habían confinado en uno de los edificios grandes, sometidos a control militar por la sospecha de que colaboraban con los ingleses. El poblado ahora se veía sucio y desordenado. Había basura tirada en las calles barrosas. El edificio de la escuela estaba en ruinas; había sido incendiado durante los combates que derivaron en la rendición del Regimiento 12. En la confusión de la batalla, con hambre de semanas, algunos soldados habían saqueado varias casas, y eso no mejoró las cosas. Se habían emborrachado y destrozado todo lo que estuvo a su alcance.

Los galpones de esquila, rebosantes de prisioneros apilados como ovejas, tenían pintadas en sus paredes las palabras “POW” y “PG” con enormes letras blancas que se veían desde lejos con claridad. Era una medida precautoria para que la aviación argentina, muy activa en el Estrecho de San Carlos, no matara a sus propios hombres.

La mayoría de los cautivos aguardaba el regreso a casa contando los avions que iban y venían con estruendo, o se entretenía viendo trabajar a los helicópteros ingleses. Entre ellos, había un grupo de hombres que parecían suboficiales. Cuchicheaban, hablaban en voz baja y en general permanecían algo apartados del resto. Eran soldados “viejos” y no del Regimiento 12. Se los escuchaba bien porteños, se mostraban más disciplinados, estaban más limpios y eran más ordenados que el resto de sus compañeros.

Los primeros días, mientras los paracaidistas que los custodiaban los clasificaban de acuerdo con el rango y ese tipo de cosas, comenzaron a cantar la marcha peronista marcando el paso rumbo a la barraca con olor a mierda de oveja. Muchos conscriptos, de a poco, se fueron sumando casi como un desafío a los sumbos y a algunos oficiales que observaban con fastidio la escena. En un momento dado, en el grupo vocinlero se produjo una confusión de letras. Los soldados “viejos” cantaban:

Con el fusil en la mano

y Evita en el corazón

¡Montoneros, Patria o Muerte

para la Liberación!

Mientras que los conscriptos, que conocían otra versión, la superponían sobre la anterior:

...gran argentino

que se supo conquistar

a la gran masa del pueblo

combatiendo al capital.

Los dos grupos cantaban casi gritando para taparse mutuamente, hasta que los guardias los hicieron callar, pensando que se trataba del himno argentino.

Ahora, apoyados contra la pared de la barraca, tratando de calentarse al sol, los de la marcha con la letra cambiada cuchicheaban:

—¿Cómo les habrá ido?

—Mejor que a nosotros, seguro.

—Igual, estos milicos ya nos pudrieron todo otra vez. Con unos cuantos compañeros más los parábamos a estos gringos. ¡Cagones acá y allá!

—Puede ser, pero a no caerse, loco. Hagamos fuerza por los cumpas.

(de Montoneros o la ballena blanca)

 

Presentación

Federico Lorenz (Buenos Aires, 1970) es profesor y licenciado en Historia, doctor en Ciencias Sociales e investigador del Conicet. Publicó, entre otros estudios históricos, Las guerras por Malvinas (2006), Los zapatos de Carlito, sobre trabajadores navales de Tigre en la década del setenta (2007) y Malvinas. Una guerra argentina (2009). El próximo martes 10 de abril, a las 19.30, Lorenz presentará Montoneros o la ballena blanca en el Museo de la Memoria de Rosario.

NOVELA

Montoneros o la ballena blanca

de Federico Lorenz. Tusquets, Buenos Aires, 2012, 320 páginas, $ 86.

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