Inspección en el D2 de Santa Fe por el juicio Chartier
pagina12.com.ar - 13/06/2021
Mario Paez con la abogada Anabella Marconi, antes de la inspección al D2.Viaje al oscuro pasado reciente.
Testigos de la causa por delitos de lesa humanidad recorrieron el centro clandestino donde estuvieron cautivos en 1980.
El presidente del Tribunal Oral de Santa Fe José María Escobar Cello dirigió esta semana una inspección judicial en el D2, en San Martín y Obispo Gelabert, donde dos víctimas de la dictadura reconocieron el centro clandestino. Mario Paez era un niño de 14 años cuando lo secuestraron y quedó como rehén de la patota durante un mes y medio, en 1980. A un compañero de su padre, Daniel Acosta, lo esclavizaron más de un año porque se encargaba de los trabajos de mantenimiento. El 15 de mayo, en la primera audiencia en el juicio a seis represores, Mario recorrió con su memoria –y sobre una maqueta a escala- cada rincón de los suplicios. Y el jueves, 41 años después, volvió al mismo lugar donde vio cómo golpeaban a su madre embarazada, a su padre Catalino Páez desfigurado por los tormentos y a su tío con las mismas marcas. “Fue volver al pasado”, dijo a Rosario/12 uno de los abogados de la APDH Federico Pagliero, quien comparte la querella con su colega Anabella Marconi.
El juez Escobar Cello, el fiscal Martín Suárez Faisal y los querellantes participaron en la inspección judicial que fue “muy emotiva”, precisó Pagliero. Los abogados defensores no asistieron.
El D2 es un sitio emblemático del terrorismo de estado en Santa Fe. En la planta baja operaba el Departamento Informaciones. Y en el piso superior vivían los jefes de Policías de la provincia con su familia: en 1976, el coronel Carlos Alberto Ramírez y a partir de 1979, su reemplazante, el coronel Luis Edgardo Tula. En su testimonio en la causa, Acosta dijo que conocía ese departamento del primer piso porque había hecho refacciones. “Allí vivía el coronel Tula con su esposa”, a la que llamaban “Coca”.
La inspección judicial con Paez y Acosta recorrió sólo la planta baja, pero no el departamento donde vivieron Ramírez y Tula, quien era jefe de Policía cuando sucedieron los hechos que juzga el Tribunal, en 1980. “Estaba cerrado. No pudimos ingresar”, señaló Pagliero.
El juez, el fiscal y los testigos ingresaron por el portón de chapas que da a calle Santiago del Estero. Lo reconocieron por el ruido y por los adoquines del piso que son los mismos de hace 41 años. En la esquina hoy funciona un área del Ministerio de Seguridad.
Mario pudo identificar los calabozos donde estuvo, el lugar donde vio torturar a su mamá y un ámbito al que lo llevaron para ver a su padre. Pagliero dijo que se sorprendió porque el lugar es muy chico. “Todo queda cerca. No cabe duda que cualquier policía que trabajaba allí sabía lo que estaba pasando porque es muy pequeño”.
Paez dijo en el juicio que conocía “cada rincón” del D2 porque en ese mes y medio que lo tuvieron cautivo hasta lo obligaban a lavar los autos. Así pudo reconocer el vehículo que utilizaron en el secuestro. Sabía que en el departamento de arriba vivía el jefe de Policía de la provincia. “Escuchaba ruidos de gente que caminaba. La entrada era por calle San Martín”, a una cuadra de bulevar Gálvez, en plena Recoleta santafesina.
En ese archivo de su memoria, Mario rescató –como lo hizo en el juicio- el día que uno de los imputados, Enrique Riuli, le tomó declaración a su madre en el “casino” del D2. “Ella estaba sentada, esposada. Riuli empezó a caminar alrededor de mi madre. Le dice: -Decime lo que sabés gorda. Decime lo que sabés de tu marido.
-No sé nada de mi marido.
-Decilo porque tenemos a tu hijo.
-No sé nada. Ni siquiera sé quién es usted.
“Ahí empezó a pegarle patadas en el vientre a mi madre. Ella gritaba desesperada. Eran papeles que después mi madre me dijo que tuvo que firmar”.
Mario señaló también a Riuli un día que le dijo que tenía una “sorpresa” para él. Lo llevó a una habitación, donde lo sientan en una silla. Traen a su padre, vendado y esposado. Le sacan la venda. “Mi padre tenía la boca rota, estaba lleno de moretones”.
-¿Lo conocés?
-Es mi padre.
-Decí lo que sabés porque si no te va a pasar lo mismo -lo amenazan.
-Yo no sé nada –contestó Mario.
“Mi padre sonría. Con el tiempo le pregunté por esa sonrisa que me quedó intacta en la memoria. Y él me dijo que era la única forma de demostrarme que estaba contento porque yo estaba vivo”.